Primero hubo el toro. Pablo.


Una escultura a la vez moderna y primitiva que centra en la cara toda la fuerza del animal. Como una máscara étnica. Sin embargo, no es espantoso para nada. Con sus proporciones – o desproporciones –, impone su presencia como un animal tutelar, una protección con la que nos identificamos. De baja estatura, pronto se vuelve familiar. La mano puede ponerlo ahí donde encuentra su sitio como una evidencia.

La obra de Marie Louise Sorbac, aparentemente contrastada, hecha de llenos o vacíos, de redondeces o estructuras, irradia el metal con una luz o una sombra cálida, traza personajes, humanos o animales, cuya proximidad nos interpela o nos tranquiliza. Por cierto, cada uno tiene su nombre, ofreciendo un vínculo afectivo, invitando su presencia dentro de la intimidad de nuestro espacio.

La colección de animales “Absolutas”, de bronce, aúna la pureza de las líneas con la lisa suavidad del noble material. Las alas y las espaldas oblicuas atraen tanto el tacto como la caricia de la mirada. Estos animales salvajes como “Serena” la leona u “Oscar” el chimpancé no tienen ojos pero nos llenan con su atención. Anclados en la tierra, su belleza esencial transmite el vigor y la plenitud de una naturaleza benevolente, materna, que surge en el mundo del arte desde el paraíso soñado de la infancia.

En 2015, Marie Louise Sorbac fue galardonada, en el Salón de la Sociedad Nacional de Bellas Artes de París, con el « Premio François Pompon » que recompensa a un artista de animales. Ahí había expuesto a “Prosper” y “Paloma”, dos esculturas que representan un oso y una paloma de bronce.

En cuanto a la representación del ser humano, como en las colecciones “Los Contemporáneos”, “Los Vigilantes” u “Orígenes”, se valió de materiales industriales desechados y participó en una obra de reconstrucción. Con este montaje intuitivo que da forma humana a metales perforados, aplastados, cortados y torcidos, Marie Louise Sorbac recicla la materia, va en busca de identidad en un universo estallido, fragmentado. Resultan obras radioscópicas, como “Origen”, “El Transmisor”, “Adán”, vacías de carne pero llenas del deseo de existir. Una humanidad simbólica en la que cada representante sería el vigilante de una tribu desconocida, casi indestructible, capaz de renacer, de volver a unir el alma y la materia.

François Delaroière Periodista